Los trastornos demoníacos
Durante décadas, se ha definido a los trastornos de la personalidad como esquemas desadaptativos,
inflexibles y prolongados de conductas, pensamientos y vivencias internas que se apartan
marcadamente de los esquemas aceptables de una cultura. Se entiende la personalidad como un sistema
dinámico con facciones enfrentadas sin gobierno centralizado. Quizás en un futuro la investigación
en neurofisiología pueda establecer criterios heurísticos para detectar e identificar el
funcionamiento de los elusivos procesos subcorticales —es decir, la consciencia—.
Cuando personalidades trastornadas se entrelazan se producen trastornos demoníacos o, más bien,
daimónicos: trastornos que afectan las conductas fuera de la personalidad. En Grecia un daimōn no
era un demonio, sino una especie de adverbio de modo: una forma de acción particular, invisible, de
los dioses, capaz de obrar a favor o en contra de los hombres.
Con los avances de laboratorios telepáticos como los de Neuralink y Facebook, no es descabellado
imaginar el entrelazamiento de personalidades heterogéneas como el objetivo por excelencia del
neurocolonialismo.
A medida que tiramos a la basura capacidades cerebrales como la retención de datos o el aburrimiento,
éstas son reemplazadas por funciones relativas a la comunicación y la interconexión, en coherencia
con la promesa de la telepatía como el futuro de las redes sociales. Los cuerpos inteligentes se
vuelven inteligencias programadas, doblemente servidores, cuyo software opera sobre la base de la
manipulación de emociones y la necesidad de conexión. Se ha puesto a los organismos en condiciones
especiales.
Finalmente, le tocará a la personalidad ser desalojada del cerebro, así como se extraen genes y se
los secuencia en un archivo de computadora para sintetizar nuevo ADN. De la misma forma, los módulos
de la personalidad están alojados en estructuras microscópicas de las redes neuronales del cerebro,
pero si se los transcodifica correctamente, también se los puede almacenar de forma digital.
Seguramente, en la recombinación de partes de la personalidad se producirán emociones imposibles,
desconocidas por los humanos, accesibles sólo a las criaturas sutiles. Como el amarillo violáceo o
el rojo verdoso que sólo las mujeres tetracrómatas son capaces de ver, se tratará de experiencias no
traducibles a palabras humanas. El amor y el odio pueden coexistir como otra cosa que no oscila ni
es conflictiva, que sólo puede ser entendida y experimentada por los conectados.
La tecnología de los muertos
Los seres humanos tienen la capacidad de la teletransportación. No estamos hablando de viajes
astrales ni déjà vus. Tomemos el caso de Eduardo D —todos los nombres han sido cambiados—, un hombre
de 32 años que desde niño ha experimentado el horror de pasar a Las Afueras en un santiamén. Sabe
que está en otro lugar, así como sabe que no lo puede comunicar fehacientemente, que no le van a
creer. Sabe que, en última instancia, tampoco querría ser comprendido. La comprensión sólo
arrastraría a la otra persona a Las Afueras con él. No lo sacaría de allí. Sería peor: lo llenaría
de culpa. Él realmente no quiere hacerle mal a nadie.
Las Afueras es el nombre que Eduardo D le puso a ese lugar. Existen manuales de psiquiatría que
llaman a esto disociación.
Podemos pensar en Alina M, una joven de 24 años que casi nunca está allí donde está. Va al trabajo y
cumple pero no está allí. Habla con sus amigas pero no está allí. No está allí ni siquiera cuando
ríe. Alina M casi siempre está pensando en alguien que tampoco está. A veces esa persona ni siquiera
existe. Es una sensación.
Mariano S recuerda su paso por la escuela y se ve a sí mismo mirando a todos los demás mientras
trabajan en sus carpetas, a la vez que nadie repara en él. Ni siquiera su profesora. A los 28 años,
y cargando con una pesada cruz de fracasos académicos y laborales, se pregunta por qué nunca pudo
prestar atención a prácticamente nada. Ha llegado a incumplir tareas por entretenerse —y frustrarse—
intentando representarse la inconmensurabilidad del Universo. Prácticamente todos los trabajos le
parecen atractivos para imaginarse haciéndolos. Cuando va al dentista se imagina dentista, en el
colectivo es chofer, suele imaginarse mozo, psicólogo, abogado. No conoce límites. Se pregunta si
algún día podrá encontrar la manera de cortar con su adicción a la imaginación de una vez y para
siempre.
Julieta N a menudo sufre crisis de angustia y se apaga cigarrillos en la espalda porque descubrió que
es una forma eficaz de volver y no ensucia ni la pone en evidencia en público como cortarse los
brazos.
Fabiana U está esperando para entrar a una entrevista de trabajo, de un momento a otro se mira las
manos y las imagina muertas y agusanadas. Nadie puede negarlo: ocurrirá. Sólo es cuestión de tiempo.
Alza la vista y mira a la recepcionista. La visualiza muerta y agusanada. Fabiana U no mantiene
relaciones sexuales con nadie porque no puede tocar u oler otro cuerpo sin ser asaltada por imágenes
cadavéricas. Es vegetariana desde los doce años.
Teletransportarse es darse cuenta de que aquí y ahora son una simulación.
Hay gente que varias veces al día se teletransporta al Mismísimo Infierno.
Quizás no sea necesariamente una metáfora plantear que la mente puede abrir puertas hacia otros
mundos. Cuando uno se teletransporta la comida tiene otro gusto, la realidad otros colores, y las
personas —y uno mismo— suelen ser reemplazadas por clones o robots idénticos.
Entendemos que hay procesos cognitivos que, sin constituirlo por entero, subyacen a nuestro
experimentar estas sensaciones, pero lo que sostenemos es que estas sensaciones y su recurrencia
tienen que existir en alguna dimensión de la realidad.
No siempre se trata de una obsesión. A veces, ni siquiera es un pensamiento. Suele ocurrir que uno
sencillamente se da cuenta de que se teletransportó por el hecho preciso de que, de repente, el
mundo es otro. Teletransportarse puede ser como estornudar.
Que haya diferentes caminos para llegar no niega la existencia de los lugares. Al contrario, los
confirma.
No es incompatible pensar que los casos anteriormente descriptos son estados mentales a la vez que
teletransportaciones. Que la conciencia sea dependiente de la Biología —es decir, dependiente de la
Física— nada dice, hasta ahora, del fundamento fisiológico del Ser. Nadie puede asegurar dónde está
el alma —o esa Nada que experimenta pasivamente las entradas y salidas del cerebro—. ¿Por qué el
dolor duele y el placer gusta? —o viceversa—. Si el cerebro es un transductor de estímulos. ¿Quién o
qué recibe los impulsos convertidos en recompensas y castigos? ¿Cómo algo es deseable o no sin eso
que lo experimenta?
¿Podríamos, acaso, demostrar la existencia de nuevas dimensiones que no podemos observar?
¿Explicaríamos finalmente la Ley de Gravedad? ¿Encontraríamos allí las partículas del alma?
La inteligencia artificial es meramente comportamental. ¿Por qué no hablar de almas artificiales?
¿Es todo un holograma?
Nuestro postulado principal es que somos más que conducta y procesos observables, inferidos e
hipotéticos.
René Descartes creía que el alma se alojaba en la glándula pineal, una estructura que, aunque
incrustada en el cerebro, no forma parte de éste. En la actualidad conocemos el rol central de la
glándula pineal en la producción y secreción de melatonina, la hormona del sueño
.
A principios del siglo XX, Vladimir Ivanovich Vernadsky, planteó que, así como hay una geósfera y una
biósfera —que serían, respectivamente, el planeta inanimado y la masa biológica global—, hay también
una tercera fase: la noósfera, un macroecosistema sutil conformado por todas las inteligencias que
habitan el planeta, un reservorio de todos los pensamientos y experiencias sensibles. Las tres capas
se influencian las unas a las otras.
El alma tendría que ser aquello que queda si eliminamos la noósfera: nuestro lenguaje, recuerdos,
identidad, historia, emociones, sentimientos. El alma sería un vacío y el cerebro, un vehículo,
entonces, que carga ese vacío de representaciones, que lo distribuye por la noósfera.
Todo lo que se puede percibir es real. Perder un avión no hace que el destino desaparezca.
La angustia es real.
Se le suele achacar a la vida contemporánea la culpa de todo pensamiento y/o sentimiento que genera
malestar. Es una manera demasiado simple de ver las cosas. Hay sensaciones —lugares— que se
mantienen a través de los siglos y en todo el mundo. Quizás no haya suficientes fuentes, quizás las
lenguas, en su variación, no puedan coincidir exactamente en las descripciones, pero si uno quita
los velos del lenguaje puede que el Nirvana que describen las Escrituras no se diferencie demasiado
de la Noche Oscura de San Juan de La Cruz.
Tanto los budistas como los místicos y hasta muchos psicólogos coinciden en que la conciencia plena
del momento presente es la solución para las crisis de ansiedad. Siempre se trata de restaurar el
equilibrio a través de un pasaje de vuelta.
Sin embargo, existe la posibilidad de asumir la teletransportación como tal para poder investigar los
territorios hostiles y descubrir los secretos que quizás nos estén queriendo mostrar desde el
Principio de Los Tiempos.
Una leyenda prácticamente extinta informa sobre la existencia de Nebula, un colectivo de renegados
soviéticos conformado en los setenta por psicólogos, filósofos y lingüistas que, en clara oposición
a la investigación y desarrollo armamental, pasaron a la clandestinidad e, inspirados en el cosmismo
ruso de principios de siglo XX —que ponía a la conciencia en un lugar central de la evolución de las
especies—, aunaron esfuerzos para redactar La Tecnología de los Muertos (Технология мертвых), un
proyecto secreto de cartografía mental humana —en rigor, de pensar la mente como órgano de
teletransportación—, que luego se orientó a la búsqueda del emplazamiento del alma en el cuerpo
humano y finalmente transmutó en una suerte de tratado accidental de espiritismo. La leyenda sobre
Nebula y su funesto destino —se intuye que sus miembros fueron suprimidos por la KGB de la noche a
la mañana, llevándose con ellos el secreto de La Tecnología de los Muertos— circuló durante los
ochenta a través de Otro Mundo, un grupo de radioaficionados dedicados a la investigación paranormal
que se reunían en el sótano del videoclub homónimo en Saavedra. El principal organizador y promotor
del movimiento era Ramiro Matwiejczuk, psiquiatra, dueño del videoclub, miembro de la Escuela
Científica Basilio y aficionado a las psicofonías —la búsqueda de voces y mensajes de espíritus
desencarnados a través de técnicas de grabación y procesamiento electromagnético de ondas
acústicas—. No era meramente por su aura mítica que La Tecnología de los Muertos constituía el Santo
Grial de la parapsicología clandestina de los ochenta. La leyenda aseguraba que Nebula había tenido
éxito en la concreción del experimento secreto AN-17. Era la esperanza de Matwiejczuk y muchos otros
que el grupo hubiera logrado la verificación empírica de la permanencia del alma pero,
lamentablemente, no contaban con más información sobre la naturaleza del experimento. Mientras que
Matwiejczuk y sus seguidores estaban seguros de que los miembros de Nebula habían logrado
comunicarse con un prisionero muerto, una rama de disidentes manifestaba que el experimento había
fracasado y no faltó quien llegó a elaborar la teoría de que en realidad habían establecido contacto
no con lo que comúnmente se piensa como un espíritu, sino con la materialización física de sus
propias expectativas. Estos y otros desacuerdos llevaron a que el grupo se disgregara y en las
décadas siguientes, con el advenimiento de nuevas tecnologías, nuevos escepticismos, y la
desaparición de los principales promotores de la investigación paranormal en Argentina, el mito de
La Tecnología de los Muertos pasó al olvido, excepto para Matwiejczuk, que de tanto en tanto siguió
invocando la existencia del manuscrito perdido en el blog personal que mantuvo hasta el día de su
muerte.
La topología de las emociones, sensaciones y sentimientos es, cuando menos, compleja. Durante años se
dependió de las Tomografías por Emisión de Positrones y las Resonancias Magnéticas Funcionales, que
brindaban excelentes resultados en términos de resolución espacial y temporal, respectivamente. Sin
embargo, ambas técnicas se hallaban lejos de contar con un poder explicativo fuerte de lo que
ocurría en el cerebro de alguien que se teletransportaba. Si nos preguntamos sobre qué ocurre fuera
del cerebro —si es que ocurre algo—, lo cierto es que las investigaciones habían caído en una
esterilidad absoluta, siendo suplantadas por delirios pseudocientíficos y reality shows sobre
fantasmas.
Si el alma permanece después, el alma existe antes.
Habiendo confirmado que no sólo la especie humana, sino el planeta y hasta el mismo Sol tienen los
días contados, debería ser una tarea primordial para la Humanidad entera abocarse a investigar de
dónde vienen y hacia dónde van todos los sentimientos y emociones que todos los seres han
experimentado, experimentan y experimentarán, tanto en la vida como en la muerte.
Comentarios
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